Uno triunfa y se carga con el trofeo de la sonrisa, la euforia, la compañía de aquellos que se alinearon en su contienda. El otro se lame las heridas en la soledad de su frustración, sangra por dentro, acomoda los tantos que aún le quedan; ensaya una sonrisa, masculla su bronca, extiende o no su mano al circunstancial adversario y se refugia en el silencio de la reflexión.
A uno lo rodean, se muestran, comparten el triunfo y posan para la foto. Al otro lo acompaña el aislamiento (buscado o no), el silencio de los que hasta el momento lo escoltaban y la compasión de los que lo rodean.
La advertencia para aquel, el consuelo para éste: “los imperios no perduran”; el que es, pasa a ser y en el horizonte otro sol se renueva para que lo que muere, viva; para lo que viva, sucumba en el camino del renacimiento eterno.
¿Qué es perder? ¿Es fracasar? ¿Es lograr experiencia para volver a intentar?
¿Qué es ganar? ¿Es vencer? ¿Es apoderarse para dominar? ¿Para servir?
¿En una está la frustración, el desengaño? ¿En la otra, la presunción, el aliento?
¿Dónde se aprende a quedar en la estacada? ¿Quién es capaz de disimular la alegría del triunfo so pena de incurrir en la hipocresía?
Una maestra, la señorita Nora, me sorprendió un día al usar una buena estrategia para dirimir el problema, al concluir una competencia deportiva. Propuso a los perjudicados con el resultado, recorrer la cancha al grito de ¡perdimos… perdimos! Claro, eran niños y lo tomaron como un juego más; pero fue bueno observar el asombro en el rostro de los ganadores.
No había fotógrafos ni micrófonos, ni cámaras de televisión que registraran el momento… ¿Lástima o menos mal?
Hasta la próxima.
Mary Pieroni
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