miércoles, 23 de noviembre de 2011

Crisis europea

Sin lugar a dudas Europa está en crisis. Es suficiente con hacerse eco de lo que se difunde por los distintos medios masivos de comunicación para enterarse y confirmar lo que viene aconteciendo en los últimos años en el Viejo Continente.


     El hecho adquiere singular relevancia, más cuando se trata del azote que se infiere sin pausas y en forma sistemática a más de 730 millones de habitantes, casi un 10 % de la población mundial.


     Sin querer, hemos utilizado la herramienta más representativa de la crisis del Capital, según nuestro autor: los números, las estadísticas.


     ¡Pensar que hasta hace poco tiempo Latinoamérica (quizás otro grupo de países también lo han hecho) tomaba como modelo a imitar las políticas de desarrollo y avance tecnológico europeas!


     Desde Redacción Faro te ofrecemos una mirada "más caliente" de lo que está sucediendo "in situ", elaborada por el escritor madrileño Fernando Claudín. Veamos, pues, su Receta contra la crisis económica, financiera y social de Europa.


Receta contra la crisis
Tras la lujuria y la gula... la avaricia. Hoy en día estamos asistiendo al desplome de Europa, cuna de la cultura Occidental, víctima del tercer pecado capital, debido a que, tras la progresiva demolición de las ideologías políticas y el fracaso de la religión católica, nuestra sociedad se ha dedicado a entronizar, incluso a deificar, al Capital, lo cual, como se está demostrando, nos ha llevado a la patética y grotesca situación de ver vilmente mancillada en un tablón de valores nuestra dignidad individual y colectiva, un tablón de valores regido por absurdas leyes de mercado que, a despecho de la verdadera riqueza de los países, están condicionadas por la perversa manipulación de una moneda de cambio que no es contante y sonante, sino un mero artificio especulativo que se reduce a un dígito, un número, reflejado en ese aterrador tablón de valores que, a modo de juez omnisciente, determina quién está arriba y quién abajo, puesto que el Capital, en su quintaesencia, no es mensurable, consiste en un ente monstruoso que, puesto al servicio de la avaricia, devora todo lo que encuentra a su paso, hasta que llega un momento en que sucumbe a su propia voracidad.

     Evidentemente, Occidente está en un callejón sin salida. El dicho popular nos lo advierte: la avaricia rompe el saco. Otros también lo avisaron: el capitalismo arrasa con todo, hasta fagocitarse a sí mismo. Porque es cierto que debemos organizar nuestra existencia de una manera más práctica que el trueque medieval, es cierto que los mercados son necesarios para intercambiar nuestros productos, pero hemos cometido el gravísimo error de dar alas hasta límites absurdos a un invento, el Capital, que, aun siendo positivo en sus postulados iniciales, posee en su interior un germen monstruoso: dejarse condicionar por la avaricia hasta la autodestrucción.

     Y quizá lo más lamentable del caso es que, al haber permitido que florezca la esencia monstruosa del Capital, al haberle dado carta blanca, hemos arruinado el maravilloso invento de los griegos: la Democracia, que ha sido corrompida. En los últimos tiempos el Capital ha estado gangrenando las estructuras democráticas de Occidente. Esa manipulación hasta hoy era más o menos solapada, en la medida en que los dirigentes demócratas se resistían, algunos como gato panza arriba, pero la degradación del maravilloso invento griego ha tocado fondo. Ahora el Capital, ese monstruo que entre todos hemos construido polarizando enfermizamente las leyes de intercambio de la riqueza, ni siquiera se molesta en disfrazarse ante los ciudadanos, y designa directamente a los presidentes de gobierno, como ha sucedido en Grecia e Italia, para salvaguardar sus intereses, que se reducen a uno: la destrucción total.

     Resulta harto significativo que el único dirigente demócrata que se ha atrevido a proponer que el pueblo decida si desea vender su futuro al Capital, haya sido el presidente de Grecia, la nación que en su día nos proporcionó a todos los europeos la valiosa herramienta de la Democracia. Naturalmente la demoledora máquina de poder internacional formada por la fatídica simbiosis Capital-Democracia, se apresuró a aplastar esa iniciativa que habría representado un hecho insólito: la ruptura de la baraja, puesto que, a día de hoy, efectivamente es inconcebible que el pueblo decida. La Democracia se ha transformado en una pantomima de sí misma. Los votantes no podemos votar la opción que consideremos más acertada. Nos vemos forzados, por el reparto de partidos y la perversa manipulación mediática, a escoger entre propuestas que, aun presentando matices de forma, en el fondo están igualmente controladas por el Capital.

     Llegados a este punto, no cabe otra salida que el levantamiento popular. El enemigo al que nos enfrentamos, el Capital, no se da tregua, y continuará con su labor destructiva hasta verse aniquilado a sí mismo. Y puesto que la Democracia, desgraciadamente, ya no se hace eco de la voz del pueblo, la gente de la calle debe reaccionar. Se ha vuelto absolutamente necesaria una toma de conciencia general. Ha llegado la hora de la Revolución. El ciudadano de a pie necesita levantarse -por su propia subsistencia y por el bien de sus hijos- de la molicie y el adocenamiento a los que le ha conducido la sociedad capitalista. Los juguetes tecnológicos, el fútbol y la ilusión de felicidad consumista ya no pueden seguir desviando nuestra atención de la cruda realidad que el destino nos plantea.

     Hemos alcanzado las postrimerías de una era, y para dar paso a la nueva se requiere, como siempre, el concurso de la Revolución. Un dirigente europeo dijo que hay que refundar la Democracia, pero más bien hay que sanarla, hay que curarle el cáncer mortal que el Capital le ha inoculado. Y una vez hecho eso, es imprescindible establecer férreos sistemas de control para evitar que la necesaria articulación de la economía vuelva a caer en manos de esa usura que, mediante estrafalarios métodos especulativos, nos está abocando irremisiblemente a la bancarrota.

     Los líderes europeos no pueden hacer absolutamente nada. Ninguno. Sean del color que sean. Porque todos ellos, guiados por la fatídica inercia del Capital, que no se saciará hasta que haya devorado sus propias tripas, están condenados a entregar más y más carnaza al monstruo al que nos enfrentamos. Es decir, a alimentar a nuestro enemigo, a engordar sus tripas sin fondo a costa de todos nosotros. Por eso el pueblo tiene que quitarse la venda de los ojos que le han puesto banqueros y políticos. La Revolución ya no puede ser una mera palabra de taberna y corrillos murmuradores. La Revolución está aquí, entre nosotros, en nuestras casas, en la mirada de nuestros hijos. La Revolución es el aire que respiramos. No nos queda otra…

     La Historia nos está haciendo guiños inconfundibles, animándonos a despertar. Porque primero se rebela el inconsciente colectivo. El instinto de supervivencia que se mantiene larvado, intacto, aunque nosotros pretendamos lastrarlo en la memoria, olvidando incomprensiblemente los errores del pasado. Es hermosa la manera en que ese inconsciente colectivo, que hemos construido a lo largo del tiempo, se nos manifiesta en el presente mediante hechos que poseen una carga simbólica precisa. Parece la escenificación de una deconstrucción histórica. Primero Grecia, el padre de la cultura occidental, del pensamiento y por supuesto de la Democracia. Luego Italia, cuna del arte y el Renacimiento, y también de la altiva y poderosa Roma. Y ahora España, centón de culturas, tierra de la libertad y Sol de Europa. Más claro, imposible. El monstruoso Capital, cual avezado terrorista, sabe bien cuáles son sus objetivos, y coloca las bombas guardando un estricto orden jerárquico. Y en el otro lado… en el lado de los que se han dejado envilecer más por nuestro enemigo común, se encuentran los de siempre, los que ya en dos ocasiones tuvieron la tentación de sojuzgar a sus hermanos europeos. Porque también esta vez, ese país que provoca devoción y temor por igual, Alemania, está siendo traicionado por su afán perfeccionista y corrector, y, desde su papel de responsable hermano mayor, nos está llevando de la mano hacia ese precipicio que el Capital ha preparado para que nos despeñemos todos. Ignorando que a ellos, aunque sean los últimos en caer, les aguarda la misma suerte.

     Sin embargo, tras la tormenta viene la calma. Después de derruir la vieja casa hay que construir una casa nueva. ¿Qué pasará cuando hayamos vencido a ese monstruo que hemos creado entre todos dando carta blanca al Capital? Para empezar, habiendo resucitado al justiciero del pueblo, nuestra querida Democracia, debemos blindarla para evitar que el Capital, con el que estamos obligados a convivir, vuelva a ser preñado por nuestro tercer pecado capital, la avaricia. Esto, aun siendo una tarea ardua, puede lograrse, pero no garantizaría que en el futuro volvamos a caer en la misma trampa, si no creamos un contrapeso en la condición humana que la vuelva menos permeable a la avaricia y que la inmunice frente a este cáncer que la ha conducido a la aberración de deificar el Capital. Y aquí hay que echar mano de ese aliento inspirado que nos ha hecho dar forma a mitos, leyendas, cuentos de hadas y religiones. Aunque en estos tiempos suene a monserga trasnochada, tenemos que cultivar nuestro espíritu, los valores humanísticos que han fraguado nuestra Historia. En otras palabras, resulta imprescindible el concurso de la religión. Si nuestros antepasados crearon religiones, fue por algo… En el pasado, igual que hoy, e igual que en el futuro, el ser humano necesita cubrir de alguna forma esa faceta espiritual que posee en su interior. Y las religiones procuraban dar las pautas, aunque lo hicieran desatinadamente. Pero, evidentemente, en este punto también hemos cometido un error. Porque la función de una religión debe adecuarse a la función de un cuento de hadas. Es decir, hay que dar crédito a una ficción literaria de perfil religioso -por medio de la sugestión y la clarificación psicológica- para evitar que nuestra conducta humana sea agredida por esos impulsos autodestructivos que, por la razón que sea, llevamos impresos en nuestra condición, en lugar de formular dogmas y preceptos irracionales, inamovibles, que petrifican nuestra evolución espiritual y nos abocan a situaciones ridículas, en el mejor de los casos. No. También a este respecto hay que hacer borrón y cuenta nueva. Para cultivar un mundo interior que sirva de contrapeso a agresiones autodestructivas como la que estamos padeciendo hoy en día, urge crear una religión nueva, una religión laica, democrática, humanística, que haga acopio del legado de la Humanidad en su conjunto y extraiga la savia de nuestros antepasados.

     Una religión sin prejuicios, multicultural, que dé preponderancia a nuestros mejores valores, a la creatividad, al amor, a esa esencia divida que el ser humano porta en su seno y que tan torpemente ha tratado de plasmar en los cuerpos de doctrina de las obsoletas religiones que corren por el mundo.

     Pero no empecemos la casa por el tejado. Primero hay que demoler la vieja casa. ¿Cómo se hace hoy en día la Revolución? Muy sencillo. El Capital, ese ente en apariencia feroz, nos lo ha puesto a huevo, para emplear una expresión castiza. Porque nuestro enemigo, el monstruoso Capital, en el fondo es inofensivo, por no tener alma, esa característica humana que de tanto sobarla y vilipendiarla hemos terminado arrinconando en el baúl de los trastos rotos. ¿Qué armas está utilizando el Capital para mantenernos aterrorizados? Simplemente… números. Sí, hermanos, habéis oído bien. Simples números que han logrado monopolizar nuestras existencias de cabo a rabo. Números que presuntamente representan nuestro valor a todos los niveles. Números que han catalogado nuestros corazones, nuestras mentes. Todo. Pasado, presente y futuro. Números que han llevado a la bancarrota nuestras ilusiones, nuestros sueños, nuestras aspiraciones individuales y colectivas. Números que acrisolan la condición humana hasta llevarla a la destrucción. El rico y amplio escenario de nuestra existencia ha sido reducido súbitamente, como en una pantalla que se eclipsa, hasta dejarlo convertido en un ínfimo punto donde sólo puede verse el número del Capital, que te escupe a la cara lo que vales, sin tener en cuenta ningún elemento de valoración salvo el que dicta estrictamente ese número. Os suena, ¿verdad? El número en rojo de tu hipoteca. El número en rojo que en el concierto europeo decide quién está en situación de rescate…

     Ese número funesto del Capital, que curiosamente es rojo, representa el yugo que nos está estrangulando. He ahí las armas de nuestro enemigo. Por ello yo propugno una Revolución en consonancia con el tirano de turno, en la que simplemente arrebatemos a ese tirano su yugo. Hagamos, hermanos, la Revolución de los Números. El arma del Capital, su número en rojo, ese yugo estrangulador, es nuestra Deuda. Simbólico, también. Parece, por otra parte, la deuda que hemos contraído con nuestros antepasados, al vender su legado al Capital. Pues bien, nada más fácil. ¡Renunciemos a la deuda! Individual y colectivamente. Los ciudadanos de a pie y las naciones. Que los ciudadanos de a pie dejen de pagar a los bancos. Que las naciones dejen de pagar a los bancos. Esto provocará de entrada un buen desaguisado, a nivel individual y colectivo, pero a la larga saldremos ganando todos: ciudadanos y naciones. Porque habiendo arrebatado el yugo de la Deuda al Capital, el Capital, por su propia supervivencia, se verá forzado a reorganizarse desatendiendo esa Deuda, a hacer borrón y cuenta nueva, volverá al punto de partida, a ese punto en que el capital refleja exactamente la riqueza contante y sonante de las personas y las naciones, y no los números especulativos que la usura de los mercados puede aprovechar en su beneficio. No tengamos miedo a ser morosos. Los bancos nada pueden contra nosotros, por la sencilla razón de que se alimentan de nosotros. Una mora globalizada provocará un renacimiento de la economía, y nos permitirá construir un mundo más justo, blindando la democracia y creando una religión moderna que dé cabida a todos, porque el universo humano es magnífico en su diversidad, y el secreto de nuestra felicidad radica en compartir, no en excluir.


Un aporte del Escritor español
Fernando Claudín

E-mail: elescritordesombras@hotmail.com










miércoles, 2 de noviembre de 2011

El monstruo de tres cabezas

“En el interior de los Tiempos Modernos se estaba gestando un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo. Y esa criatura, que con orgullo hemos ayudado a engendrar, ha comenzado a devorarse a sí misma”, escribió Sábato.


     Repasemos los significados y/o sinónimos de cada uno.

Racionalismo: irreligión, fundado, razonado, legitimismo, procedente, derechismo, justo, equitativo, razonable, plausible, evidente, etc.

Materialismo: Doctrina según la cual la única realidad es la materia. Tendencia a dar importancia primordial a los intereses materiales.

Individualismo: Tendencia a pensar y obrar con independencia de los demás, o sin sujetarse a normas generales. Tendencia filosófica que defiende la autonomía y supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad y el Estado.

     “Los valores ya no valen”, expresó Nietzsche. ¿Por qué no preguntarnos: vale lo inmediato y la mediocridad, entendida como vulgaridad, mezquindad, insuficiencia? ¿Reemplazamos calidad por cantidad? ¿Eso es bueno? ¿Poco y bueno o mucho y malo?

     La sociedad está en permanente cambio. Los medios, entre ellos la televisión, se han metido en nuestra casa, en nuestras vidas, ocupando el lugar que antes había, por ejemplo, para leer, conversar, rezar, jugar, valorar las pequeñas cosas. Pareciera que el mundo está contaminado, enfermo. Pareciera que al no encontrar afecto en el ser humano, lo busca en los medios. ¡Terrible! Pero hay solución y estamos a tiempo.

     Vivimos en una sociedad que desprecia los valores y apuesta al materialismo. Tener para ser. El servir al otro es tarea de algunos pocos. Y los ejemplos no abundan.

     Los gobiernos usan el poder en beneficio propio y de unos pocos. Las instituciones se contaminan y la corrupción se instala en todas partes porque los únicos valores que parecieran crecer son aquellos relacionados con lo material.

     Lealtad y traición son polos opuestos del comportamiento. La primera es la dedicación del ciudadano a la vida del Estado; cuando es activa y consciente, es el civismo; cuando está enferma, se da el fenómeno de la corrupción.

     La corrupción no respeta fronteras. Se mete, casi siempre por la ambición o la perversión, en los gobiernos y en todas las instituciones: partidos políticos, sindicatos, Iglesia, fuerzas armadas... Está en el corazón del hombre frenarla; en la fuerza de su espíritu; en su decisión personal, en su valentía, en su moral.

     Pero si no se tienen valores no se dispone de las herramientas necesarias para resistir a la corrupción y derrotarla.

     Honestidad, rectitud, respeto, solidaridad, armonía, nobleza, dignidad, honor, familia, docilidad, compasión, servicio, paciencia, sencillez, amistad, alegría, gratitud, generosidad, sacrificio, desprendimiento, optimismo, perdón y, fundamentalmente, AMOR, que es la síntesis de todo lo anterior, son sólo algunas de las virtudes que pareciera que la humanidad está despidiendo, desterrando.

     En la Sagrada Biblia leemos: "Y Dios contempló todo lo que había hecho y lo encontró muy bueno". Pero el hombre, constituido por Dios en un estado de justicia, abusó de su libertad desde el mismo comienzo de su historia. Por eso, toda vida humana, individual o colectiva, se nos presenta como una lucha, dramática, entre el bien y el mal.

     Escuchemos a nuestra conciencia; abramos nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos ilumine, nos dé fuerzas para adoptar la elección correcta.

     Y recordemos a San Pablo que nos exhorta: "Alégrense en la esperanza" y nos augura "Que el Dios de la esperanza los llene de alegría". "Sólo el AMOR permanece".


Mary Pieroni
E-mail: marypieroni@hotmail.com